Hago mi entrada discreta y casi invisible en aquel edificio con obras eternas y color indefinido.
Me dirijo hacia el pequeño mostrador del fondo, donde un “cuarentón” dirige el cotarro. Viste uniforme de color esperanza y con un tono de voz a medio camino entre aburrido y resignado me indica los altares que tengo que recorrer antes de sentarme a esperar frente a una puerta marrón de donde saldrá una enfermera que irá cantando los nombres. ¿Cantando?, novedoso, sin duda.
Tomo asiento en esas sillas de plástico blancas, duras y frías, diseñadas en otras décadas en las que la espera debía ser más corta que ahora, si no, no se entiende semejante incomodidad, tienes que estar casi encogido para no codear en las costillas al sufridor colindante.
Las conversaciones se aplastan entre sí mientras cientos de almas suben y bajan escaleras, abren y cierran puertas, arrastran carritos de súper de un habitáculo a otro.
El pasillo se transforma en una gran pasarela bullanguera y ordinaria, pero entretenida.
Rostros que reflejan sopor mañanero, paciencia, desazón, irritación o sencillamente indiferencia. Madres con hijos, hijos con padres, maridos con sus señoras o viceversa. Ancianos solos que deambulan desorientados entre el tumulto buscando el rumbo acertado. Estudiantes en prácticas que conocen como nadie el “departamento” que está justo a la entrada del cual sale un agradable olor a café y una estridente algarabía, donde se juntan pero no se mezclan enfermos y sanadores, huéspedes y visitantes . Médicos ensimismados en informes que caminan hacia sus consultas. Visitadores médicos atildados y pulcros que arrastran sus maletas llenas de remedios milagrosos que “facilitarán” ese congreso anual en hotel de 5* y con todo lujo de detalles en algún lugar del Caribe.
Se abre la puerta marrón, que no he perdido de vista en ningún momento y una enfermera, algo marchita, “canta” mi nombre a ritmo de Fado portugués compungido y mustio.
Glosagon.