Un enorme revuelo de ambulancias, policías y curiosos atestan la calle que me lleva a casa. Bajo del coche y me acerco. Un hombre anciano de aspecto extranjero yace en el sufrido asfalto, encima de él médicos, por turnos, intentan reanimar aquel desordenado cuerpo mientras los policías intentan ordenar el tráfico. Después de unos largos minutos de infructuosa esperanza, se le da por muerto.
Se empieza a recoger todos los utensilios y un enfermero cubre el cuerpo con una sábana verde. Se retiran las ambulancias con sus equipos médicos y solo dos policías como custodios de la muerte quedan al lado del cadáver.
Casi dos horas después llegan los forenses que le retratan de mil maneras y escudriñan el cuerpo con una normalidad que trastorna.
Se da entrada en escena a ese coche de lujo que nadie quiere tener y mucho menos usar, lo agarran de pies y manos, lo introducen en una bolsa y se lo llevan.
¡Qué manera tan áspera de morir!
Solo, lejos de tu país, tirado como una colilla en medio del asfalto y sin nadie que llore tu ausencia.
Esta noche he descubierto, una vez más, lo efímera que es la vida. La mayoría solo pensamos en el tránsito pero casi nunca en el final porque nos creemos inmortales, sobre todo cuando la juventud nos abriga y es que debemos tener en cuenta que nuestra muerte nace con nosotros y es compañera de camino y solo depende, aquí sí que nos importa, el tamaño del mismo.